»¿Qué es más gracioso que un niño ahorcado?» Con esta desafiante preguntaba empezaba aquel chiste que nosotros, los niñatos, empleábamos básicamente para romper con el humor escatológicamente correcto que habíamos mamado a lo largo de nuestros primeros años de vida en ese complejo y bastante incomprensible mundo del humor. Cuando creíamos que la caca, el pipí y los pedos ya no podían dar más de sí, llegó la hora de reinventarse y de explorar los peligrosos pero a la vez híper-fértiles campos de la mala hostia. La revolución, por sus motivaciones, y sobre todo por su ejecución, fue bastante patética, pero a nosotros nos sentaba de maravilla. Nos sentíamos, precisamente, inteligentes, provocadores y, lo más importante, auto-realizados. Se trataba, básicamente, de que alguien siguiera riéndonos las gracias. Y así sucedía. De modo que, »¿Qué es más gracioso que un niño ahorcado?» (pausa dramática) »Pues un niño ahorcado vestido de payaso.» Para mearse encima.

 

Siguiente pregunta: ¿Qué es más gracioso que una celebrity a punto de tirarse desde lo más alto de un edificio? Respuesta: Una celebrity a punto de tirarse de un edificio, perseguida por un escándalo de pederastia ¡Pum! Más madera: ¿Qué es más gracioso que todo esto? El que la intimidad del pobre diablo en un momento tan crucial de su agonizantes vida se vea quebrantada por la intrusión de un segundo personaje con exactamente las mismas intenciones que él. Ya llevamos dos, pero hay más. Las carcajadas van en aumento cuando aparece en escena otro personajillo, el de una chica con evidentes problemas mentales, seguramente causados por un egocentrismo desmesurado. Tres suicidas se balanceaban sobre una cornisa… y como veían que se aburrían, llamaron a un cuarto. Resulta que, desde el principio, estaba presenciando la escenita un pizzero que obviamente no »pasaba por ahí» para admirar las vistas nocturnas de la City.

 

Y ahora sí. Ya está. Es imposible que haya algo más gracioso que… esto. Con esta cima insuperable del humor empieza la nueva película de Pascal Chaumeil, y claro, a partir de ahí sólo se pude ir hacia abajo. Es el problema de calcular, con previsiones de cien metros lisos, lo que al fin y al cabo es una carrera de fondo. A los quince minutos de metraje es cuando el filme que ahora nos ocupa hace el -primer- amago de terminarse y de convertirse, consecuentemente, en un bobalicón pero mínimamente agradable cortometraje. Desgraciadamente, el manual de la explotación en las salas comerciales le exige ser un largometraje. A partir de ahí, todo está perdido. Al menos, tal vez (y sólo tal vez), pueda aspirarse a hacer reír al personal. Porque, ¿qué es más gracioso que un corredor de larga distancia empezando con un sprint digno de Usain Bolt? Fácil, comprobar cómo, efectivamente, el tipo se desfonda a las primeras de cambio y cómo incluso las bajadas se le hacen cuesta arriba.

 

El show se titula, por cierto, ‘A Long Way Down’ (cuyo equivalente aproximado al cristiano sería »Una larga caída»), lo cual no se sabe del todo bien se refiere a los impulsos suicidas de los protagonistas o a la papeleta que nos espera. Como era de esperar, aquí en España, esa milenaria (¿seguro?), extraña (seguro) y sin lugar a dudas graciosísima nación situada en la punta más nórdica de África, nos toca cargar con un título que nada tiene que ver con el original pero que, sorpresas de la vida, se adecua perfectamente a lo visto / sufrido. La lotería se ha decantado esta vez por ‘Mejor otro día’, puñal envenenado que puede clavarse muy maliciosamente en todos los aspectos del filme en cuestión. Por ejemplo, después de ese arranque supuestamente desternillante e insuperable, se podría haber hecho un esfuerzo para tratar que los posteriores golpes de efecto del espectáculo no se vieran tan descaradamente eclipsados por el que sirve a modo de presentación… pero por lo visto, alguien decidió que era mejor dejar esta tarea titánica… para otro día.

 

El »Mejor otro día» convertido pues en mantra de Pascal Chaumeil, quien no desaprovecha el viaje al Reino Unido para lucir en el extranjero su tan característica mediocridad, reconocible no sólo por el agradable envoltorio con el que ésta suele venir empaquetada, sino también por la incómoda moralidad que se le inyecta. Así, tanto ‘Los seductores’ como ‘Llévame a la Luna’ (sus anteriores trabajos), más que ser dos tontas comedias románticas, eran en realidad (sobre todo la primera) dos peligrosos tratados sobre la impunidad (incluso las recompensas) de tratar a la gente como una mierda… con un empate técnico, eso sí, en el tan desgastado ring donde se celebra la eterna guerra de sexos. El reto ético-diabólico de su nuevo filme consiste en reírse de aquello de lo que teóricamente debería invitar a la lágrima. Es como si, por ejemplo, a alguien le diera por contar un chiste sobre niños vestidos de payaso que aparecen colgados de un árbol. Cuidado, puede que lo que en boca de unos mocosos significara una revolución de lo más estúpida, en manos de gente más dotada dé algo con más valor, o al menos con más fundamento, más allá de la risa más efímera.

 

Error. El nombre de Nick Hornby, presente en la concepción del material novelístico originario, es un mero espejismo en el desierto de esta fallida feel good movie, patosa, afortunadamente olvidable, mal calculada en la adopción de sus tonos y en su respectiva profundidad y que, por si fuera poco, parece ir a destiempo en todo. Cuando decide ponerse cómica, lo hace en exceso (tómese como indicador de este fracaso las armas interpretativas que Imogen Poots usa para la ocasión) y cuando lo trágico llama a la puerta, opta por la carcajada (véase el sufrimiento Aaron Paul, quien sigue puliendo el arte de la obtención de lo gracioso a través de la híper-condensación de lo dramático). Se sospecha que dicha política no obedece a mala leche alguna, sino a la ineptitud de un director demasiado preocupado por agradar, y no en narrar… mucho menos en transmitir.

 

Así, el lema »Mejor otro día» puede aplicarse también al aprovechamiento de un potencial que cae en el más atroz de los despilfarros. Los jugosos frentes abiertos por la trama (en especial los referente a los mass media) se quedan en la sonrisa más forzada y el cuarteto de grandes nombres que sirven para vender la cinta, da la sensación de que no tengan excesivo reparo por abonarse a la vergüenza ajena, y de que estén más ocupados en ir con el piloto automático del carisma que de darle un auténtico sentido a un texto que, por otra parte, está preso por un secuestrador demasiado torpe. Todos los factores nos llevan pues al mismo destino: un suicidio que, para colmo de males, no se deja para otro día. Nos deja, eso sí, con una pregunta que exige una respuesta inmediata: ¿Qué es más gracioso que una película quedándose sin aire al cabo de un cuarto de hora? Fácil, una película que se queda sin aire al cabo de un cuarto de hora, y protagonizada por un puñado de estrellitas en plena pérdida de la dignidad… sólo que en realidad no es gracioso… ni triste… ni nada.

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