Quien teme es que algo debe. No falla. Pura sabiduría popular, que por norma general sabe perfectamente de lo que habla. El que en determinados países (mirémonos al espejo, deprisa) el concepto »memoria histórica» haga que la gente presuntamente civilizada saque al animal que hay en su interior es, por supuesto, muy indicativo. Algunos de los más distinguidos miembros de la distinguidísima clase dirigente se rasgan las vestiduras, vociferan cual energúmenos, esgrimen argumentos del todo irracionales y, si el espectador se fija, se dará cuenta cómo el sudor (frío… glacial) empapa su frente. Porque en realidad no están enfadados porque una panda de insensatos se haya empeñado en remover la mierda, en abrir cicatrices y en vaya-usté-a-saber-qué otras maldades más; en realidad temen que sus deudas (que por costumbre son muchas y muy gordas) les pasen factura.
Queda claro, pues, que nadie está a salvo de su pasado (ya sea a nivel individual o colectivo), pero más obvio se hace todavía constatar que hay sitios en los que el maldito fantasma es mucho más terrorífico que en otros. Lo recordamos hace poco, por ejemplo, junto a Joshua Oppenheimer (y junto a buena parte de su equipo no-acreditado) en la imprescindible ‘The Act of Killing’: la impunidad, la glorificación desviada y el hecho de vendarse los ojos hacen que el monstruo (así como su amenaza) crezca exponencialmente. Aquello sucedió en Indonesia, país donde el horror ha pervivido gracias en parte a la infinidad de máscaras que ha aprendido a ponerse. Desgraciadamente, y como ya se ha dicho, no es ésa una excepción, sino un destacado miembro del museo de los horrores. Camboya, por muy poco que se sepa sobre su historia (especialmente sobre historia más reciente), ni falta hace decir que es otro de sus más ilustres integrantes.
‘La imagen perdida’ es el inmejorable título del último trabajo de Rithy Panh, director de cine camboyano con especial interés por el documental, y obviamente marcado por el espeluznante pasado del país en el que se crió, o mejor dicho, en el que tuvo que sobrevivir. La pregunta que da inicio a la aventura se expresa en pocas palabras, pero resulta a veces que el espacio más reducido encierra el contenido más concentrado; más denso. Al grano: Si una imagen vale más que mil palabras, ¿existe una imagen capaz de atestiguar todas las atrocidades sufridas por el pueblo camboyano? La respuesta está en el impasible muro de una imposibilidad inteligentemente aprovechada (como hacen siempre los mejores documentalistas), resultando así el -desesperante- proceso de búsqueda en el auténtico protagonista de la función. En esta ocasión, no importa tanto el »qué» sino el »cómo».
Mezclando de forma valiente el documental y el cine de animación más calculadamente rudimentario, el cineasta talla, a partir del barro que le vio crecer, una serie de figuras que, combinadas con un excelente trabajo de recopilación (pero sobre todo, de comprensión) de material de archivo, hacen que los millones de gritos que se oyeron entre 1975 y 1979 en los interminables arrozales de Camboya bajo la brutal dictadura de Pol Pot, se silencien en los altavoces de la sala… para que así puedan resonar con toda la fuerza de la Historia en nuestra cabeza. Más allá del aprovechamiento brillante de los documentos y del -sobresaliente- sentido narrativo, la arriesgada propuesta de Rithy Panh cautiva desde el primer al último fotograma por ser una lección maestra de Historia aplicada al cine.
No sólo es un contundente paseo por la macabra huella de los Jemeres Rojos (cuyo impacto en ningún caso se logra aquí con imágenes desagradables), sino que también es una lúcida y esperanzadora reflexión sobre cómo, hasta del terror, puede surgir la esperanza; sobre cómo el séptimo arte es también una de las más poderosas armas a la hora de conservar una memoria vitalmente necesaria, que ni los temores más culpables ni los gritos más estridentes de este planeta deberían ser capaces de acallar. No es por el gusto sádico de remover la mierda (que a día de hoy sigue habiéndola… y mucha), mucho menos por ver qué pasa cuando se abren las heridas mal cicatrizadas, es por la firme voluntad de que lo más sagrado (fruto quizás del mismísimo infierno, deacuerdo) no muera por obra y gracia de un olvido demasiado a menudo impuesto. Una imagen perdida a cambio de una memoria (re)encontrada. El trato no podía ser más atractivo.